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Hace calor. Me conformo con un asiento de pasillo desde el que no poder saborear el inquietante y a la vez mágico paisaje sobre las nubes. Soporto pasar la próxima hora y pico con el culo pegado al fondo de un asiento incómodo y las rodillas peligrosamente apoyadas contra el respaldo de alguien que en cualquier momento puede decidir reclinar su butaca. No me ha importado hacer cola frente a la puerta de embarque, para que finalmente nos hayan llevado al avión en uno de esos autobuses de ganado que disuelven el orden que la puntualidad impuso. Lo que de verdad odio de viajar con una compañía Low cost es el insoportable calor que te aguarda cuando al fin consigues conquistar tu asiento.

Para no pagar más me conformo con el asiento de pasillo que me ha asignado automáticamente la aplicación de check-in on line y, sudando prolíficamente, espero a que me hagan levantar dos veces para ocupar los otros asientos.

Aquí llega el primer vecino…

Es un hombre alto y apuesto, quizá un poco más joven que yo. Me levanto con una sonrisa cordial y dejo que se siente a mi lado. Sigo ojeando la revista gratuita de la compañía sin concentrarme demasiado. Estoy más pendiente de si cada persona que se acerca necesita que me levante para dejarle pasar.

A los pocos minutos, y aún con más de la mitad de los asientos por ocupar, mi vecino pregunta a una azafata si el embarque ha terminado.

- Aún no, señor.
- ¿Sabe si el avión va completo?
- Esperamos que apenas sobren un par de asientos

Seguro que quiere pasarse al asiento de ventanilla, y está claro que no pretende darme la oportunidad de elegirlo a mí. Frunzo levemente el ceño y continúo haciendo como que leo.

Al cabo de unos minutos, un nuevo cargamento de viajeros llega. En ese momento, mi vecino me pide educadamente que le deje salir. Me levanto buscando entre los recién llegados a quien va a disfrutar de la ventanilla, pero ante mi sorpresa el joven que se sentaba a mi lado sale enérgicamente al pasillo y se sienta en el asiento que hay detrás del mío. Su decisión y la forma en que se dirige directamente a su nueva plaza me hace pensar que lleva estudiando la maniobra un rato.

Irremediablemente, mi primera reacción es olisquearme discretamente el sobaco. LLevo un buen rato sudando, pero cuando alejo mi nariz más de un palmo no parece detectarse olor alguno. Quizá sí huelo mal, llevo un par de días con la nariz un poco congestionada. ¿Podría haber alguna otra razón? No se me ocurre, la verdad.

Al cabo de un rato empiezo a acariciar la idea de girarme y preguntarle directamente si tiene algún problema conmigo. Me parece una situación violenta, pero por alguna razón empieza a obsesionarme que su comportamiento se deba a mí.

Un señor bajito y compacto interrumpe mis pensamientos con una amplia sonrisa. Salgo al pasillo y con gran aparatosidad alcanza su asiento, junto a la ventanilla.

Parece que ya estamos todos, puesto que el pasajero de en medio ha huido ante la perspectiva de pasar la próxima hora y pico a mi lado. Ahora ya puedo enfrascarme en el artículo sobre Santorini que antes sólo ojeaba.

Periódica y discretamente, sigo intentando detectar mi mal olor, sin resultado concluyente. Por fortuna, ya no hace tanto calor y he dejado de sudar. Miro el reloj. 5 minutos para despegar. Guardo la revista en la bandeja y me abrocho el cinturón de seguridad. Y cuando me acomodo para echarme una buena siesta, una enorme cubana me pide paso.

Intento levantarme sin éxito. Me desabrocho el cinturón con una risita nerviosa y salgo nuevamente al pasillo.

Un momento, ¿qué pasa aquí? Si el asiento contiguo estaba reservado para la cubana, quizá por eso mi primer vecino decidió ocupar su legítimo puesto cuando llegó la segunda tanda de viajeros. Pero entonces, ¿por qué se sentó a mi lado?

Me sonrío. Así que no huelo mal…

AvionCOLOR